Adam Smith sobre el Poder, el Estado y los Nacionalismos


Desde hace un tiempo empecé a leer "La Teoría de los Sentimientos Morales", uno de los libros del llamado "padre del liberalismo", Adam Smith. Sí, aquel mismo que escribió "La riqueza de las Naciones". Entre todos los liberales, debo decir que a éste es quien profeso el mayor respeto, y concuerdo en algunas de sus ideas, aunque yo no sea liberal.

De hecho, mientras he ido leyendo el libro, me encontré una parte muy interesante en la que reflexiona sobre el poder, los nacionalismos y el Estado. Me ha parecido tan genial, tan ajustado a nuestros tiempos, que quiero compartirlo con ustedes. Se los copio y pego:
Parte VI. Sección 2. Capítulo 2: Del orden en que los grupos son encomendados por la naturaleza a nuestra beneficencia

El amor a nuestra nación a menudo nos predispone a mirar con los celos y la envidia más malignos la prosperidad y grandeza de cualquier nación cercana. Las naciones independientes y vecinas, al carecer de un superior común que dirima sus disputas, viven en continuo temor y sospecha unas de otras. Cada estado, al esperar poca justicia de sus vecinos, está dispuesto a tratarlos con tan poca como la que espera de ellos. El respeto por el derecho de las naciones, o por aquellas reglas que los estados independientes declaran o pretenden observar en sus relaciones, a menudo no es más que una mera pretensión y declaración. En aras del más minúsculo interés, merced a la más ligera provocación, todos los días vemos que esas reglas son o bien eludidas o bien directamente violadas sin vergüenza o remordimiento. Cada nación prevé, o imagina que prevé, su propia subyugación a partir del poder y grandeza crecientes de cualquiera de sus vecinos, y el mezquino principio del prejuicio nacional se apoya muchas veces en el noble principio del amor a nuestro país. La frase con la que se decía que Catón el Censor terminaba todos los discursos que pronunciaba en el senado, cualquiera fuese el tema, «Es asimismo mi opinión que Cartago debe ser destruida», era la expresión natural del patriotismo salvaje de una mente vigorosa pero tosca, encolerizada casi hasta la locura en contra de una nación extranjera por causa de la cual la suya propia había sufrido tanto. La frase, más humanitaria, con la que parece que Escipión Nasica concluía todos sus discursos, «Es asimismo mi opinión que Cartago no debe ser destruida», era la expresión liberal de una mente más amplia e ilustrada, que no sentía aversión alguna ni siquiera hacia la prosperidad de un antiguo enemigo, una vez reducido a un estado en el que ya no resultaba formidable para Roma. Puede que haya alguna razón para que Francia e Inglaterra teman el incremento de su mutuo poderío naval y militar, pero es ciertamente indigno de unas naciones tan ilustres como ellas el que sientan envidia de la felicidad y prosperidad interna de la otra, del cultivo de sus tierras, el pro­greso de sus manufacturas, la expansión de su comercio, la seguridad y cantidad de sus puertos y radas, el adelanto de sus artes y ciencias liberales. Todos ellos representan mejorías genuinas del mundo en que vivimos. La humanidad se beneficia y la naturaleza humana se ennoblece gracias a ellos. En todos esos progresos cada nación debería no sólo esforzarse por sobresalir sino, en aras del amor a la especie humana, también por promover y no obstruir la excelencia de sus vecinos. En todos los casos se trata de objetos apropiados para la emulación nacional, y no para la envidia o el prejuicio nacional.

No parece que el amor hacia nuestro país derive del amor a la humanidad. El primer sentimiento es totalmente independiente del segundo y en ocasiones nos predispone a actuar de forma contradictoria con éste. En Francia puede que haya tres veces más habitantes que en Gran Bretaña. En la gran sociedad de la raza humana, entonces, la prosperidad de Francia debería aparecer como un objetivo de mucha mayor importancia que la de Gran Bretaña. Pero el súbdito británico que por esa razón prefiriese en todos los casos la prosperidad del primer país antes que la del segundo no sería considerado un buen ciudadano de Gran Bretaña. No queremos a nuestro país meramente porque es una fracción de la gran sociedad huma­na: lo queremos por sí mismo e independientemente de toda reflexión de ese tipo. La sabiduría que diseñó el sistema de los afectos humanos, así como todas las demás secciones de nuestra naturaleza, parece haber pensado que el interés de la amplia sociedad de los seres humanos sería mejor promovido al dirigir la atención de cada individuo principalmente hacia aquella porción particular de la misma que más se aproxima a la esfera tanto de sus capacidades como de su entendimiento.

Los prejuicios y odios nacionales rara vez se extienden más allá de las naciones cercanas. Nosotros, de forma quizá deleznable y tonta, llamamos a los franceses nuestros enemigos naturales; y ellos, de forma quizá igualmente deleznable y tonta, nos consideran del mismo modo. Ni ellos ni nosotros sentimos ninguna envidia de la prosperidad de la China o el Japón. Asimismo, en contadas ocasiones ocurre que nuestra buena voluntad hacia países tan distantes pueda ser eficazmente ejercida. La más amplia benevolencia pública que comúnmente puede ser practicada con alguna consecuencia apreciable es la del estadista, que proyecta y entabla alianzas con naciones cercanas o no muy lejanas, para la preservación de lo que se denomina el equilibrio del poder o para la paz y tranquilidad generales de los estados que integran el círculo de sus negociaciones. Pero los políticos que planean y ejecutan tales tratados rara vez prestan atención a nada que no sea el interés de sus países respectivos. Es verdad, sin embargo, que en ocasiones su visión es más amplia. El conde d’Avaux, embajador plenipotenciario de Francia en el tratado de Münster, estaba dispuesto a sacrificar su vida (según el cardenal de Retz, un hombre no demasiado crédulo con las virtudes de los demás) con objeto de restaurar mediante ese tratado la paz en Europa. El rey Gui­llermo fue muy celoso de la libertad e independencia de la mayor parte de los estados soberanos de Europa, algo que quizás bien pudo ser estimulado por su aversión particular hacia Francia, el estado que en su época constituía el principal peligro de dicha libertad e independencia. Una fracción del mismo espíritu parece haber sido heredada por el primer gobierno de la reina Ana.

Cada estado independiente se divide en muchas clases y grupos diferentes, cada uno de los cuales tiene sus poderes, privilegios e inmunidades particulares. Cada individuo está naturalmente más vinculado a su propia clase o grupo que a ningún otro. Su propio interés, su propia vanidad, el interés y la vanidad de numerosos amigos y compañeros, están normalmente sumamente conectados con ese grupo. Ambiciona ampliar sus privilegios e inmunidades. Está celoso por defenderlos contra las usurpaciones de cualquier otra clase de la sociedad.

Lo que se llama la constitución de cualquier estado depende de la manera en que se halla dividido en los diver­sos grupos y clases que lo componen, y de la distribución concreta de sus respectivos poderes, privilegios e inmunidades.

La estabilidad de cada constitución depende de la capacidad de cada clase o grupo para mantener sus propios poderes, privilegios e inmunidades contra la usurpación de cualquier otro. Esa constitución será necesariamente más o menos alterada siempre que cualquiera de sus partes subordinadas es elevada o deprimida con respecto a lo que había sido antes su rango y condición.

Todos esos grupos y clases distintas dependen del estado al que deben su seguridad y protección. Que todos son subordinados de ese estado, y son establecidos sólo al servicio de su prosperidad y preservación, es una verdad aceptada incluso por el miembro más parcial de cualquiera de ellos. Será con frecuencia arduo, empero, convencerlo de que la prosperidad y preservación del estado exigen una reducción de los poderes, privilegios e inmunidades de su grupo en particular. Esta parcialidad, aunque puede a veces ser injusta no será por ello inútil. Sirve para frenar el espíritu de innovación. Tiende a mantener cualquiera sea el equilibrio establecido entre los diversos grupos y clases en que se divide la sociedad, y aunque a veces parece obstruir algunos cambios administrativos que pueden estar de moda y ser populares en un momento dado, en realidad contribuye a la estabilidad y permanencia de todo el sistema.

El amor a nuestro país comprende normalmente dos principios distintos: primero, un cierto respeto y reverencia hacia la constitución o forma de gobierno establecida; y segundo, un ferviente deseo de hacer, en la medida de nuestras posibilidades, que la condición de nuestros conciudadanos sea segura, respetable y feliz. Quien no está dispuesto a respetar las leyes y a obedecer al magistrado no es un ciudadano, y quien no aspira a promover, por todos los medios a su alcance, el bienestar del conjunto de sus compatriotas no es ciertamente un buen ciudadano.

En épocas de paz y quietud ambos principios por regla general coinciden y llevan a una misma conducta. El apoyo al gobierno establecido es evidentemente el mejor expediente para mantener la situación segura, respetable y feliz de nuestros conciudadanos, siempre que veamos que el gobierno de hecho preserva dicha situación. Pero en tiempos de descontento público, facción y desorden, esos dos principios diferentes pueden ser contradictorios e incluso una persona sabia puede estar dispuesta a pensar que algún cambio es necesario en esa constitución o forma de gobierno que en su condición actual es claramente incapaz de mantener la tranquilidad pública. Esos casos son los que a menudo requieren quizá el máximo ejercicio de sabiduría política para determinar cuándo un verdadero patriota debe apoyar y procurar restablecer el viejo sistema, y cuándo debe ceder ante el más atrevido pero a menudo peligroso espíritu innovador.

Las guerras extranjeras y las banderías políticas son los dos contextos que proporcionan las mayores oportunidades para el despliegue del espíritu cívico. El héroe que sirve a su país con éxito en guerras frente al extranjero cumple con las aspiraciones de toda la nación, y por tal causa es objeto de gratitud y admiración generalizadas. En tiempos de disturbios civiles, los líderes de las partes contendientes, aunque sean admirados por la mitad de sus conciudadanos, son comúnmente execrados por la otra mitad. Sus personalidades y el mérito de sus servicios respectivos son normalmente dudosos. La gloria adquirida en guerras extranjeras es por ello casi siempre más pura y más espléndida que la adquirida en las facciones civiles.

El líder de la facción ganadora, sin embargo, si posee suficiente autoridad como para imponerse a sus propios partidarios y lograr que actúen con temperamento y moderación adecuados (lo que frecuentemente no es el caso), a veces podrá rendir a su país un servicio mucho más esencial e importante que las mayores victorias y las más extensas conquistas. Puede restablecer y mejorar la constitución, y desde el carácter dudoso y ambiguo de líder de una facción puede pasar a asumir el carácter más insigne y noble de todos: el del reformador y legislador de un gran estado, y por la sabiduría de sus instituciones garantizar la paz interior y la felicidad de sus compatriotas durante muchas generaciones.

Entre la turbulencia y el desorden faccioso un cierto espíritu doctrinario tiende a mezclarse con el civismo que se funda en el amor a la humanidad, en la genuina solidaridad con los sinsabores y amarguras a los que algunos de nuestros conciudadanos pueden quedar expuestos. Este espíritu sistemático normalmente adopta la misma dirección que el más gentil espíritu cívico, siempre lo anima y a menudo lo inflama incluso hasta la insania del fanatismo. Los líderes del partido descontento rara vez dejan de plantear algún razonable plan de reforma que según ellos no sólo suprimirá todos los inconvenientes y aliviará todos los problemas sino que además impedirá definitivamente que reaparezcan en el futuro. Con tal motivo suelen proponer remodelar la constitución y alterar algunas de las partes más fundamentales del sistema de gobierno el cual los súbditos de un gran imperio han disfrutado quizá de paz, seguridad y hasta gloria durante varios siglos consecutivos. La gran masa del partido resulta generalmente intoxicada con la belleza imaginaria de este sistema ideal, del que no tienen ninguna experiencia pero que les ha sido representado con los colores más deslumbrantes con que ha podido pintarlo la elocuencia de sus líderes. Esos mismos líderes, aunque originalmente pudieron no haber pretendido otra cosa que su propia exaltación, terminan en muchos casos siendo víctimas de su propia sofistería, y anhelan tanto esa magna reforma cómo el más mentecato y bobo de sus seguidores. Incluso cuando los líderes mantienen sus mentes al margen de este fanatismo, lo que en realidad normalmente hacen, no siempre osan frustrar las expectativas de sus partidarios, y a menudo, en contra de sus principios y de su conciencia, sé ven obligados a obrar como si estuvieran bajo la ilusión común. La vehemencia del partido que rehúsa todo paliativo, toda templanza, toda razonable adaptación, al exigir demasiado con frecuencia no obtiene nada, y las molestias y dificultades que con un poco de moderación podrían haber sido eliminadas y aliviadas, quedan ya sin esperanza de remedio.

La persona cuyo espíritu cívico es incitado exclusivamente por la humanidad y la benevolencia respetará los poderes y privilegios establecidos incluso de los individuos y más aún de los principales grupos y clases en los que se divide el estado. Aunque considere que algunos de ellos son en cierto grado abusivos, se contentará con moderar lo que muchas veces no podrá aniquilar sin gran violencia. Cuando no pueda vencer los enraizados prejuicios del pueblo a través de la razón y la persuasión, no intentará someterlo mediante la fuerza sino que observará religiosamente lo que Cicerón llamó con justicia la divina máxima de Platón: no emplear más violencia contra el país de la que se emplea contra los padres. Adaptará lo mejor que pueda sus planes públicos a los hábitos y prejuicios establecidos de la gente y arreglará en la medida de sus posibilidades los problemas que puedan derivarse de la falta de esas reglamentaciones a las que el pueblo es reacio a someterse. Cuando no puede instituir el bien, no desdeñará mejorar el mal; pero, como Solón, cuando no pueda imponer el mejor sistema legal, procurará establecer el mejor que el pueblo sea capaz de tolerar.

El hombre doctrinario, en cambio, se da ínfulas de muy sabio y está casi siempre tan fascinado con la supuesta belleza de su proyecto político ideal que no soporta la más mínima desviación de ninguna parte del mismo. Pretende aplicarlo por completo y en toda su extensión, sin atender ni a los poderosos intereses ni a los fuertes prejuicios que puedan oponérsele. Se imagina que puede organizar a los diferentes miembros de una gran sociedad con la misma desenvoltura con que dispone las piezas en un tablero de ajedrez. No percibe que las piezas del ajedrez carecen de ningún otro principio motriz salvo el que les imprime la mano, y que en el vasto tablero de la sociedad humana cada pieza posee un principio motriz propio, totalmente independiente del que la legislación arbitrariamente elija imponerle. Si ambos principios coinciden y actúan en el mismo sentido, el juego de la sociedad humana proseguirá sosegada y armoniosamente y muy probablemente será feliz y próspero. Si son opuestos o distintos, el juego será lastimoso y la sociedad padecerá siempre el máximo grado de desorden.

Para dirigir la visión del estadista puede indudablemente ser necesaria una idea general, e incluso doctrinal, sobre la perfección de la política y el derecho. Pero el insistir en aplicar, y aplicar completa e inmediatamente y a pesar de cualquier oposición, todo lo que esa idea parezca exigir, equivale con frecuencia a la mayor de las arrogancias. Comporta erigir su propio juicio como norma suprema del bien y el mal. Se le antoja que es el único hombre sabio y valioso en la comunidad, y que sus conciudadanos deben acomodarse a él, no él a ellos. Esta es la razón por la cual los príncipes soberanos son con diferencia los más peligrosos de los teóricos políticos. Dicha arrogancia les es totalmente familiar. No abrigan dudas sobre la inmensa superioridad de sus opiniones. Por consiguiente, cuando estos reformadores imperiales y regios condescienden a contemplar la constitución del país confiado a su gobierno, rara vez descubren en ella nada peor que los obstáculos que en ocasiones opone a la ejecución de su propia voluntad. Menosprecian la divina máxima de Platón y consideran que el estado está hecho para ellos, no ellos para el estado. De ahí que el principal objetivo de las reformas sea remover dichos obstáculos, reducir la autoridad de la nobleza, eliminar los privilegios de ciudades y provincias, y lograr que tanto los individuos y los grupos más importantes del estado como los más débiles e insignificantes sean igualmente incapaces de oponerse a sus dictados.
Quien quiera leer el libro completo lo puede encontrar por aquí.

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