Lo que aprendí al ver a mi mamá ganarle al coronavirus

Mi mamá tiene 67 años. Eso la hace parte del grupo de riesgo de sufrir de gravedad la enfermedad COVID-19, producida por el virus SARS-COV-2, incluso a pesar de no tener una enfermedad crónica y mantener un estilo de vida saludable.

La cadena de contagio probablemente empezó con un familiar, el hijo de una prima, quizás jugando con otros niños o con el contacto de un adulto contagiado, lo cual no es extraño en la cultura venezolana dónde acariciar y mimar a los niños es algo normal, pero evidentemente poco saludable en medio de una pandemia. Se trataba de una visita no deseada, como suele suceder siempre hay un familiar problemático que no toma consejos ni respeta límites. El niño no es sólo hiperactivo y salta por todos lados, sino que está muy apegado a mí, por lo que fuí el primero en sentir malestar, fiebre y dolores de cabeza. Mi hermano no tuvo ningún síntoma, aunque seguramente fue contagiado; pero mi mamá no tuvo la misma suerte.

La fiebre en mi mamá comenzó el 15 de agosto, y llegó a 40 grados, y rara vez bajaba de 38. Los otros síntomas que sintió fue malestar general, fuerte tos seca y pérdida de olfato y gusto. Quizás era la fiebre o la dificultad respiratoria, pero tenía problemas para articular palabras, así como para caminar sin que alguien la asista. Me dió tanto miedo que no se le deseo a nadie.

El 23 de agosto, la llevamos al ambulatorio de Las Minas de Baruta, perteneciente a la alcaldía, dónde las doctoras la señalaron como caso sospechoso de COVID-19. Su tensión había bajado vertiginosamente a 80-50, por lo que le pusieron solución sódica en su cuerpo para subirle la tensión, llegando hasta 110-90. También nos indicaron que su nivel de saturación de oxígeno era de 93%, siendo que lo normal es una saturación mayor a 95%, por lo que se encontraba en una situación de riesgo moderado a grave. Le mandaron a hacer la Prueba de Diagnóstico Rápido (PDR) y la prueba de Proteína C Reactiva (PCR), pero no le indicaron ningún tipo de tratamiento, más allá de lo que ya veníamos haciendo con acetaminofén y guarapos de todo tipo, cuyos resultados se demostraron ineficaces en su caso particular.

Llamé al 911, para preguntar dónde se pueden realizar las famosas pruebas en el municipio Baruta, y me indicaron que las realizan en el CDI de Piedra Azul. La llevé el 25 de agosto al CDI, tras averiguar el día anterior que sólo realizan 15 pruebas diarias, dado que, según ellos mismos explican, el gobierno tiene semanas sin enviar nuevas pruebas. En el lugar, debimos esperar al menos 1 hora. Quienes llegaron más temprano sólo tuvieron compasión de mi mamá, quién era evidente que necesitaba realizarse la prueba, pero mi hermano y yo no, porque no pudimos llegar antes. La prueba rápida dió negativo, lo cual no me dió ningún alivio. En el CDI nadie la vió, ni recibió ningún tipo de observación, indicación u otro, sólo tomaron su muestra de sangre para la PDR, entregaron el resultado y adiós. Me empecé a sentir desesperado, porque sólo le harían la PCR o recibiría tratamiento si daba positivo o si le daba un paro respiratorio, lo cual hasta el momento no era el caso. Ese mismo día, le escuché decir al familiar de otro caso grave, que en el algún hospital capitalino (no recuerdo cual), le negaron la asistencia si no poseía la PDR. Inclusive, también ese día la volví a llevar al Ambulatorio de Las Minas de Baruta, y el doctor de guardia se negó a verla y nos dijo que sólo la llevásemos cuando tuviese dificultad para respirar, cosa que en mi ignorancia médica interpreto que sería sólo cuando se esté muriendo. Por lo que pude concluir, nadie quiere tratar a una persona sospechosa de COVID-19.

El día miércoles 26, una amiga de mi mamá es secretaria de un reconocido médico infectólogo del Hospital Universitario de Caracas y del Centro Médico Docente La Trinidad, y nos recomendó a asistir con él en el Hospital. Así lo hicimos el siguiente día, dónde le realizaron el hisopado para la prueba PCR, la evaluaron e indicaron que por su insuficiencia respiratoria debía ser hospitalizada de inmediato. Nos resistimos a llevarla antes al médico para evitar una cuarentena obligatoria en un centro de salud, cosa que ella misma dijo que no deseaba. Me preocupaba, además, que de resultar internada y nos restringieran el acceso, eso la deprimiría y afectaría aún más su estado de salud. Sin embargo, al escuchar la seriedad de las palabras de los médicos, ella aceptó ser hospitalizada, sin mayor renuencia, lo cual me tranquilizó. En caso contrario, me habría regresado a casa a buscar otras alternativas. Hasta ese momento, había logrado con éxito aguantar las ganas de llorar por la situación de mi mamá, pero dejarla internada nos hizo llorar a mi hermano y a mi apenas al salir del hospital.

Sólo quedaba una habitación disponible, según comentaban los médicos. Las enfermeras nos llevaron y atendieron a mi mamá. Ahí empezó un "psicoterror" de las enfermeras, que nos indicaron que los resultados de la PCR tardan hasta 14 días y que no sería dada de alta hasta que llegasen; que puede tener un (1) acompañante pero que éste debe permanecer en la habitación con ella sin posibilidad de salir durante todo el tiempo que ella esté; que podríamos tener una enfermera privada pagando los muy económicos honorarios de 15$USD la noche o 35$USD el día completo (entiéndase el sarcasmo), dejándonos claro que no estarían pendientes de ella. En realidad, los resultados de la PCR tardan 7 días, lo cual sigue siendo mucho, y los médicos señalaron que muchas veces dan el alta porque sencillamente los resultados nunca llegan o se pierden las muestras. Tampoco era cierto que la persona acompañante debía permanecer dentro y no podía salir, siendo posible establecer turnos con otras personas para permanecer dentro. De esa manera, y teniendo en cuenta que mi hermano y yo tenemos otras responsabilidades, mi mamá nunca permaneció sola. Asimismo, había que proporcionar las tres comidas diarias a mi mamá y su acompañante, con el gran limitante de que no disponen donde calentar la comida, por lo que sólo se puede llevar comida que pueda comerse fría o al natural. Hay horarios establecidos para la entrega de comida y efectos personales, en la mañana, tarde y noche. Esta situación, de atender a mi mamá, así como atender el hogar y el resto de responsabilidades, fue sumamente estresante y físicamente exigente, siendo incluso que las exigencias personales y médicas para mi mamá, así cómo tener que explicar reiteradamente su estado de salud a la familia, también implicó un enorme desgaste emocional que hacía que no quisiera agarrar el teléfono, ni ver noticias ni saber del resto del mundo.

Aunque tenemos auto propio, se encuentra parado por el alto costo de mantenimiento y repuestos, así que debimos gastar mucho en taxi y transporte público, ya que no vivimos cerca al hospital y mi mamá no estaba en condiciones de caminar ni usar el transporte público. En este sentido, no puedo decir que nos sentimos apoyados por las autoridades, ni las locales ni las nacionales. Solicité apoyo para el traslado de mi mamá tanto al Programa de Asistencia Médica (PAM) de la Alcaldía de Baruta y al 911 del gobierno nacional, para poderle realizar las respectivas pruebas, y en ambos casos fue negada dado que no era considerado una urgencia. Eso me resultaba incomprensible por dos razones: 1) De estar infectados, el usar el transporte público y/o taxi suponía la posibilidad de contagiar a terceros, lo que iba claramente en contra de la salud pública y de los intereses comunes que se suponen deben velar; 2) La pronta atención de mi mamá significaba también su pronta recuperación, lo que evitaría convertirla en otra estadística más de la mortandad por el virus y, en consecuencia, de la imagen política que proyecta el buen o mal manejo de la pandemia... Pero está claro que yo no hago políticas públicas.

El principal tratamiento que recibió mi mamá fue oxigenoterapia, casi las 24 horas del día, excepto para comer, bañarse y sus necesidades básicas. Diariamente le inyectaban dexometasona, que es un esteroide utilizado como tratamiento del COVID-19, el cual tiene un efecto antiinflamatorio y inmunosupresor, lo que quiere decir que baja las defensas para evitar la fiebre y malestar. Cabe destacar que la dexometasona sólo debe ser usado por aquellos casos graves o críticos, es decir, a los que requieren administración asistida de oxígeno.

Otro medicamento utilizado fue la enoxaparina sódica, el cual es anticoagulante utilizado mayormente para pacientes con poca o nula movilidad, lo que puede generar una trombosis, y también teniendo en cuenta que la enfermedad parece afectar la circulación de la sangre, por ello sería su tensión baja. Este fue uno de los grandes sustos que recibí, ya que la enoxaparina es un medicamento muy costoso, alrededor de 7$USD la ampolla, y el cual se había agotado en el hospital y nos indicaron conseguir más. Sin embargo, en el caso de mi mamá no era estrictamente necesario, porque ella se mantuvo relativamente activa, sin estar todo el tiempo acostada en la cama y era capaz de movilizarse por sí misma. Sin saber cuántos días estaría mi mamá allí, eso podría significar adquirir entre dos y 14 ampollas (o más), lo que se traduce entre 14 y 100$USD. Una suma que podría pagar con ahorros en dólares, pero con el riesgo de morir de hambre pronto.

Asimismo, recibió del hospital inhaladores de beclometasona y salbutamol, los cuales son descongestionantes mayormente utilizados contra el asma, y que tienen como finalidad desinflamar las vías respiratorias, lo cual contribuye a la respiración. Ellos deberá tomarlos por alrededor de 3 meses. También le recetaron aspirinas por 30 días, desconozco exactamente las razones, pero presumo que es a razón de sus propiedades anticoagulantes. Recalco, responsablemente, que ninguno de los medicamentos anteriormente mencionados debe entenderse como "cura" contra el COVID-19, sino solamente son tratamientos para las consecuencias graves generadas por esa enfermedad. Los antibióticos, así como la hidroxicloroquina o cualquier otro popular remedio para combatir el COVID más allá de lo aquí mencionado, no fueron utilizados para tratar a mi mamá.

El hospital le practicó exámenes de sangre, de orina, heces, rayos X (de los pulmones) y de esputo. Los primeros para conocer su estado de salud, y el último para descartar un caso de tuberculosis, ya que el catarro de mi mamá no le resultó normal a los médicos, aunque resultó negativo para esa enfermedad. El hospital no entrega los resultados en físico, y ni siquiera en digital, es el propio interesado quien debe acercarse al laboratorio y tomar una foto a una pantalla de computadora, para luego mostrarla a los médicos cuando hiciesen su ronda diaria.

El estado del Hospital Universitario me resultó deplorable, en particular a su infraestructura. Los baños, aunque con agua las 24 horas, se encontraban en mal estado. La pintura muy deteriorada. Las habitaciones no disponen de lámparas propias, sino un sistema de lámparas para toda la sala, lo que significa que la luz era encendida muchas veces durante la noche, especialmente para atender a una señora en situación delicada. Aunque el servicio eléctrico era constante, ocurrió una falla eléctrica en los enchufes de la sala por casi un día, lo que afectó a todas las habitaciones en ella y no fue posible conectar aparatos eléctricos durante ese tiempo (lo que nos dejó incomunicados con mi mamá por algunas horas). Al menos, por lo que pude ver, el personal sanitario disponía de la debida protección para atender los pacientes, entre mascarillas, pantallas faciales y trajes.

Habían otras dos pacientes en la sala además de mi mamá, ambas con COVID-19, presumo que sólo para mujeres. Una de ellas, con alrededor de 50 años y otra mayor de 70 años. La primera parecía en situación similar a mí mamá, utilizando una mascarilla de reservorio; pero la segunda se encontraba en una situación aún más crítica, utilizando respirador artificial. La primera se recuperó, y fue dada de alta el 3 de septiembre. En cuanto a la última, esta disponía de todo el equipo necesario, seguramente suministrado por su familia y, según una enfermera, provenía de una clínica privada, por lo que para mí derrumba el mito de la superioridad de la salud privada frente a la pública, al menos en lo particular al COVID-19.

El día 4 de septiembre, a las 4 de la madrugada, la enfermera me llama: "Flaco, flaco, ayúdame". Me levanté hacia ella, aún dormido y sin saber que pasaba, notando que la emergencia era con la señora conectada al respirador, y me pidió que le sostuviera la mascarilla mientras buscaba ayuda. No sirvió de mucho, ella falleció. Me dio mucha pena, porque no había un familiar cerca, y si no fuera por la enfermera y yo, habría muerto totalmente sola. Pude ver como los chicos de la morgue se llevaban a la señora, pero no sin antes dejar un rastro de sangre añeja de quién sabe quién por el suelo, con gusanos incluidos, resultando en un olor muy desagradable.

Por suerte, ese mismo día en horas de la mañana, el doctor le da el alta a mi mamá. Ella respondió muy bien al tratamiento que recibió, y su estado general de salud mejoró tan rápido como se desmejoró, por lo cual estamos muy agradecidos con todo el personal sanitario del Hospital Universitario. En general, ella mantuvo una mente positiva, pero durante la travesía comentó sentirse cansada, tanto del malestar, de las pastillas, de los guarapos y de toda la situación que comenzó el día 15 de agosto y terminó oficialmente el 4 de septiembre, cuando le dieron el alta y le entregaron los resultados de la PCR, que obviamente dio positivo por COVID-19. Quizás podríamos considerar muchos factores que explican su rápida recuperación además del tratamiento médico, entre ellos su fuerza de voluntad, la carencia de enfermedades previas y un estilo de vida saludable. En realidad, hasta los momentos, careciendo de cura o vacuna, es el propio cuerpo el que batalla contra el virus, lo que coincide con la frase de Voltaire: "El arte de la medicina consiste en entretener al paciente mientras la naturaleza cura la enfermedad". Fueron 21 días de enfermedad, pero todavía restan días de los efectos colaterales de la enfermedad, ya que aún siente un cansancio inexplicable. Al salir del hospital, los doctores le felicitaron por vencer el COVID y nos explicaron que ya ella no es contagiosa, cosa de la cual dudamos y preferimos mantener cuarentena para no infectar a otros.

Esto también me hizo reflexionar sobre el subregistro de casos en el país. Mi mamá es un caso confirmado de COVID-19 por PCR, pero nosotros, sus hijos, no pudimos ser sometidos a ninguna prueba. Además, hay varias personas que estuvieron en contacto con mi mamá, directa o indirectamente, y que seguramente estuvieron contagiados, y ninguno de ellos fue sometido a PCR. En total, yo podría calcular al menos 10 personas posiblemente contagiadas. Eso podría significar que por cada caso confirmado, hay hasta 10 casos no registrados. Si cuando se escriben estas palabras hay 60 mil casos confirmados, eso pudiera significar hasta 600 mil casos reales. Ahora bien, esto es un problema mundial, inclusive de los países más desarrollados, ya que no es una enfermedad fácil de diagnosticar, y aún menos para los que carecen de recursos.

Entre los vecinos, varios desearon por su pronta recuperación, pero a ninguno le hicimos saber la posibilidad de que fuese coronavirus, ni antes ni después de conocer los resultados de la PCR. Supe que en otros países, los infectados por el virus, además de sufrir las consecuencias de la enfermedad, ocasionalmente debían lidiar con la discriminación de sus propios vecinos, y no deseaba que la situación se repitiese, y además sólo bastaba con guardar la cuarentena y cumplir las normas de salud al regresar a casa para proteger a los vecinos. Puedo entender que el ser humano es un animal, y que instintivamente lucha por la supervivencia de sí mismo y de su prole, pero también somos seres racionales, y capaces entender que existen muchas formas de proteger a alguien, más allá de rechazar a quien nos genera miedo.

Finalmente, debo agradecer a la familia, amigos, compañeros y hasta jefes, que estuvieron pendientes y apoyaron de alguna u otra manera por este tiempo difícil para nosotros, ya sea con palabras de aliento o de manera material. En ese sentido, deseo recalcar a quienes todavía dudan de la enfermedad y a quienes no han sido infectados, que esta enfermedad no es ningún juego, y que deben cuidarse tanto ustedes mismos y a los demás, respetando todas las medidas sanitarias. En nuestro caso confieso que la suerte jugó a nuestro favor, ya que el desenlace pudo haber sido muy diferente, y es muy posible que no se volverá a repetir.

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