El granjero que cultivaba en las vías del tren

Esto es un intento de "Cuento Corto", así que debería ser leído como tal y no como una noticia dentro de una historieta o algo parecido. Tanto los personajes como su historia son ficticios.


Desde hacía tiempo que Bertrand Villon odiaba los trenes. Huyó de Toulouse, Francia, con apenas veintitantos años, quizás los 30, escapando de la mal llamada "civilización". En vez de huir a América, como lo haría cualquier europeo del siglo XIX en busca de oportunidades, prefirió un lugar más inhóspito: África. Además, no quería acercarse a las ex-colonias españolas ya que -como él pensaba- el español era un idioma vulgar comparado con el francés; ni tampoco quería estar en ninguna ex-colonia inglesa, porque, sencillamente, los ingleses le "caen mal"... y sus descendientes no deben ser diferentes. Bertrand había vivido una gran parte de su vida con apatía e indiferencia hacia la sociedad en la que vivía: ni la admiraba, ni la detestaba, sólo no le importaba. Así, vivir como un ermitaño era una idea que le satisfacía.

No era un hombre adinerado, pero con lo que pudo vender de sus viejas pertenencias, consiguió dinero suficiente para asentarse cerca de Dakar. Se dedicó esencialmente a la agricultura, y a veces, cuando tenía la oportunidad, a la pesca y a la caza. Conoció a algunos miembros de la tribu Serer, con quienes compartió conocimientos, y muy pronto, su amistad.

10 años vivió con relativa calma hasta la llegada del tren, que cruzaría desde Dakar hasta Saint Louis. Y aunque luchó junto a los sereres para evitar la construcción del tren, no sólo perdió un pedazo de su tierra, sino a muchos de sus amigos.

Empezaron a llamarlo el "granjero loco" cuando continúo sembrando sobre las vías del tren, como si dicha máquina no existiera. Y cómo es de esperarse, cada vez que su siembra crecía, esta era aplastada por la poderosa locomotora.

Le llamaban "loco" porque nadie entendía porque insistía en hacer eso, que no sólo era inútil, sino que exigía mucho de sí. Su hijo, Louis, un niño indígena al que adoptó después de que sus padres murieran a mano de mercenarios pagados por la compañía de trenes, le preguntó:
- Papá, ¿Por qué insistes en sembrar en las vías del tren? Los otros niños y los vecinos me dicen que eres un loco...
- ¿Te importa mucho que me llamen así?
- Pues sí, papá. No me gusta, no eres un loco...
Bertrand suelta una leve carcajada.
- Quizás lo estoy, hijo. En todo caso, a mí no me importa lo que piensen de mí los demás. Y si a mí no me importa, y sabes que no es cierto, a ti tampoco debería importarte... ¿No es cierto?
El niño entendió su punto.
- No puedo decirte porqué lo hago -continúo hablando Bertrand-, pero estoy seguro que algún día lo entenderás...

Mi papá nunca habló mucho de sí mismo, y casi siempre se quejaba de Napoleón III, de Bismark, de los ingleses, de la Conferencia de Berlín, del ministro Freycinnet; extrañaba no a Francia, porque no se puede extrañar una entelequia, sino a los aromas, sabores y personas que dejó; lloraba a los amigos que perdió en Senegal, esta tierra africana que lo acogió. Bertrand, mi padre, el granjero loco, ya no está más con nosotros. Aquel día no entendí porque lo hacía, pero ahora entiendo que me daba una lección de vida: muchas veces sembramos cosas que queremos y amamos: ideales, aspiraciones, deseos; y muchas de esas veces estos nos van a ser aplastados... pero eso no quiere decir que debemos perder el espíritu y abandonarlo todo, sino levantarse y volver a intentarlo...

Quizás mi padre lo hizo como un recordatorio de que su lucha no fue en vano, o quizás de verdad enloqueció. Yo creo que de ahí debe surgir la idea de la poca diferencia que hay entre un loco y un genio...

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